Un año (casi) sin restaurantes

Antes de comenzar esta entrada, quiero daros las gracias. Me siento muy emocionada ante todas las visitas que ha registrado el texto anterior: Ser mujer y no ser madre.

No me siento muy cómoda contando mi vida. Me pertenece a mí y lo que narré la semana pasada, no solo a mí, también a mi pareja. Pero decidí hacerlo si así podía ayudar de algún modo a personas que, como nosotros, han vivido la pérdida de un bebe, o de varios. 

No sé si todos los que os habéis dejado caer por aquí a propósito de ese texto, volveréis. Fuera o no una visita puntual: GRACIAS.

Y ahora empezaré diciendo (alguno ya me lo habéis oído decir) que este año pasará a mi historia personal como el año en que dormí intensamente, vivi eternamente acatarrada y no puse un pie en un restaurante. Bueno, casi. 

Quienes me conocéis o seguís mis pasos, sabéis que soy periodista. Mal pagada (como la mayoría) pero tan afortunada que escribo sobre hoteles, viajes y restaurantes. También entrevisto a personas creativas, inconformistas, emprendedoras y, en definitiva, muy interesantes. ¡Vaya suerte la mía! 

Si tecleáis www.elhedonista.es y buscáis a una tal Mar de Alvear, descubriréis a todos ellos. Desde conserjes que escriben poesía, véase Begoña Abad, a simpáticos acuarelistas como Yo lo pinto.  

Efectivamente, Mar de Alvear es mi pseudónimo. También me he dedicado (este año he hecho una pausa) a la comunicación. No me ha gustado mezclar ambas facetas aunque la ética profesional la tengo bastante interiorizada. 

El caso es que hasta que llegué a Escocia, en agosto del pasado año, visité muchos restaurantes. Cuando vivía en Madrid lo hacia casi 5 días a la semana: comida y cena. Al trasladarnos a Pamplona, cada vez que regresaba a Madrid, volvía a casa con un empacho que me duraba varios días. Pero lo cierto es que no seré remilgada: Me chifla comer. Soy una glotona y no quiero cambiar. 

La comida británica me seduce cero. No me entusiasman los scones, me parece absurda la emoción que sienten por esa creación llamada cheese toastie y les saco la lengua cuando me dicen que la sopa es homemade. ¿Hecha en casa porque la meten en el microondas justo antes de servírtela? Es curioso que casi todas sepan igual y que si te das una vuelta por los diferentes saloncitos de té de Dumfries la sopa del día coincide en la mayoría. Ah, y del fish&chips prefiero no hablar. 

Así que en estos meses apenas he visitado restaurantes. Disfruto más cocinando e invitando a nuestros nuevos amigos a nuestra humilde casita. Nunca antes hice tantas tortillas de patata. En España, prefería tomarla en los bares. ¡Ay, los bares de España! Es junto con el pan y verduras como las acelgas y las borrajas, lo que más echo de menos. Creedme. 

Pero el Universo no quería que yo regresara a España sin haber descubierto un buen restaurante. Y lo puso en mi ruta, concretamente en la North Coast 500 Route, justo al final de una carretera estrecha, muy estrecha, y con muchas curvas. En una aldea de tan solo tres casas llamada Tarbet, en la bahía de Scourie, está The Shorehouse.





(Fotos © The Shorehouse)


¿Qué ofrecen? Algo básico: frescura y calidad que se traducen en salmón de un buen proveedor, ensalada rica para acompañar y cigalas y cangrejos pescados, cada día, a un paso del restaurante. Ah, y patatas con mantequilla. Y también pan con más mantequilla. 





(Fotos © Cardamomoyclavo)


En la orilla, justo debajo del restaurante, se toma un pequeño barco para llegar a  Handa Island, una reserva natural, al parecer, de gran belleza. Así que la clientela de The Shorehouse, que abre al público desde Semana Santa y hasta septiembre, son esencialmente caminantes, turistas y amantes de la naturaleza. 

En mi opinión, no existe una definición única de restaurante especial. Que sea así, para mí, depende de diversos factores: qué se busca, qué se espera, qué apetece, en qué momento de tu vida estás, sí, parecerá curioso, pero para mí este último también es un detalle especial. Sin olvidar: quién te acompaña. 

A mí, me suelen convencer los establecimientos sencillos, con una carta breve a partir de producto de temporada y, en la medida de lo posible, local. Para que me emocione más, es necesario que lo defiendan personas especiales y la historia de The Shorehouse, me gustó mucho. De hecho, 'obligué' a Rebecca o a Lucy (no sé cuál de las dos hijas era) a que me narrará la historia completa. 

En 1977, su abuela, Essie Pearce, fundó el restaurante y, tiempo después, le tomaron el relevo su hijo, Julian, y la esposa de éste, Jackie. Al negocio han contribuido también las citadas hijas y el hijo, Adam. 

Me hizo especial ilusión notar que la joven que nos sirvió se sentía feliz en ese lugar apartado del mundo. Me dijo que la infancia había sido maravillosa y que tener como vecinos a tan sólo otras dos familias nunca había sido un problema. 

Recordó cómo, cada día, recorrían durante aproximadamente 20 minutos de ida y otros tantos de vuelta, la carretera (y todas sus curvas) para ir al colegio. Y que contar con un centro escolar en un pueblo próximo había sido una suerte. Habían evitado vivir en un internado. 

Pensé en una vida tan familiar y también en el sentido de comunidad, que en lugares que durante el invierno pueden quedar aislados, sin duda, cobra más sentido que nunca. 

Intuí que se sentía cómoda con su vida. E imaginé qué podía hacer al cerrar el restaurante. Supongo que seguir con todo el trabajo que el cliente no ve, pero quizá también dar un paseo, leer, salir a correr, cultivar un huerto... 

Pensé en la vida en Madrid, Barcelona o en Londres y entendí que las grandes ciudades pueden ser más hostiles que una pequeña aldea de tres casas azotada por el viento... 

Y por un momento, envidié su vida... Sí, confieso que lo hice. 

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